Con una sola mano
me desaté los cordones. Descalzo, me recosté boca arriba en el espacio que me
tenían reservado. El operador cerró la escafandra. De allí en más sólo podría
ver el mundo a través de una pequeña ventana.
Encerrado y con
la mirada fija hacia arriba decidí cerrar los ojos. Conocía el procedimiento,
sabía que volvería, pero en el entrenamiento habían puesto un requisito: no se
admitirían claustrofóbicos. Yo desconocía si padecía el trastorno pero, por las dudas,
no quise comprobar cómo mi espacio visual se limitaba a un tubo color crema a
20 centímetros de mi pequeña ventana.
Sentí que me
deslizaba hacia atrás, como si fuera un pistón empujado dentro del cilindro por
una fuerza que no provenía de la combustión sino de la energía eléctrica. De
pronto comenzaron los ruidos y si bien sabía de qué se trataba, tuve algún
temor. Mi imaginación vital sólo llegaba hasta la ventana de mi escafandra y el
cilindro. Fue entonces cuando aparecieron.
Yo seguía con los
ojos cerrados, pero pude verlos. Eran dos, cubiertos con sus trajes color crema.
No tenía cómo saber su género, aunque por algunos movimientos pude adivinar que
a mi izquierda estaba ella y a la derecha trabajaba él.
Escuchaba los
sonidos de las herramientas que emergían sucesivamente como si sus manos fueran
navajas suizas. Crip, crip y mi cerebro ordenó al brazo izquierdo relajarse
cuando una puerta de revisión se abrió a unos 20 centímetros de la muñeca. Allí
ella corrió algunos cables que se desplazaron con un siseo parecido al de una
serpiente.
Tom, tom y sentí
una ligera agitación en la zona occipital. Mi pierna derecha no dolía, pero
pude ver que él cambiaba algún dispositivo en la rodilla. Trak…se cerró la tapa
y llegó cierta sensación de alivio. Quería que todo terminara, pero los ruidos
seguían apareciendo mientras ellos hacían su trabajo.
Calculé
mentalmente el tiempo. Unos 20 minutos, con destornilladores que abrían tapas,
manos enguantadas que cambiaban conexiones, quitaban dispositivos y los
reemplazaban por otros. Yo, dentro de mi tubo, con la escafandra.
Ya estaba
resignado cuando observé que cerraban todas las tapas. Por primera vez percibí
que sonreían satisfechos. El color desapareció, los ruidos cesaron, el tubo-pistón
comenzó a correrse. Abrí los ojos y pude ver mi propia salida como si fuera un
parto.
“Listo, en una
semana están los resultados”, me dijo el que me había atendido al ingresar. Bajé
de la máquina, volví a calzarme, saludé y salí a través del cubículo que
llevaba a la puerta. Caminé unos metros y probé elongar mi pierna derecha
mientras con mi mano izquierda buscaba la punta del pie. Tuve la sensación de
que no hacía falta el informe de la resonancia. Me sentía mucho mejor, los
dolores se habían ido.
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