sábado, 4 de julio de 2015

Atrapado



Desde que entré a la casa tuve la sensación de que las paredes me prestaban mayor atención que en otras ocasiones, lo sentía pero no con mis sentidos sino con la extraña habilidad de comparar que había heredado de mi madre. Todo parecía estar igual, pero era diferente.

La puerta de madera pesada y con varias capas de barniz no tenía nada raro. Sin embargo, me asusté. Me puse bajo el marco porque intuí un terremoto, pero adelante mío seguía aquel cuadro enorme de Quinquela que el abuelo Pedro le había comprado a un vecino que pasaba por un mal momento financiero.

El puente de la Boca y los barquitos no dejaban lugar para grandes compañías, pero el cuadrito con la foto de Tito y Seba en Mar del Plata se había metido a los codazos y ahí estaba, firme a pesar del contraste y la falta de armonía. Colores fuertes, pinceladas, nostalgia de un lado; sol, cabello rubio y mucha arena del otro.

Agudicé mis sentidos para percibir si los barquitos y los sobrinos se me acercaban, pero no, todo seguía igual, la pared no se movía o, si lo hacía, era de un modo sigiloso, peligrosamente sutil.

A la izquierda el boomerang salido de alguna casa de antigüedades dibujaba su metáfora al lado del cuadro con la cara de los abuelos en la foto de rigor. Estaban justo sobre el límite que marcaba el viejo sofá, que seguía en el lugar con el típico color blanco devenido en crema, manchada con gotas de café. Una lágrima.

El marco no se molestó cuando me apoyé sobre mi lado izquierdo para mirar mejor la pared de la derecha. Los dos modulares ocupaban casi todo a lo ancho y a lo alto. Uno con sus puertas de vidrio y las copas heredadas de algún antepasado que tampoco las había usado. El otro era más reservado, con sus puertas de puro roble.

Me pregunté si faltaba algo, porque mi intuición me hacía sentir raro. El piso estaba igual, sin la cera ni los patines pero con un plastificado que ocultaba su modernidad bajo un tono bien opaco. La mesa ratona tenía poco que ver con el ambiente, pero llevaba allí un cuarto de siglo y se había ganado su lugar. Brillaba y se podía ver el techo sin esfuerzos, porque era casi como un espejo.

Pasé allí más de media hora con la idea de que en algún momento las paredes se podían distraer y dejarme ver su juego. Fue una lucha feroz pero silenciosa, con la mirada fija en lo que parecía estable pero móvil, tranquilo pero acechante. No había sonidos ni olores, sólo el intercambio de nadas, las paredes empecinadas en no darme señal alguna, mi mirada sosteniendo cada milímetro desde abajo del marco de la puerta.


De pronto, algo pareció cambiar, bajó la tensión y las paredes se relajaron, o fue lo que yo percibí. Volví a confiar, me atreví. Confieso que me quedaba algún temor, pero muy vago. Quise probar si se podía avanzar, puse el pie izquierdo adelante y no me salpiqué.

Pensé que todo había sido producto de mi imaginación y decidí adelantarme. Me apoyé en el pie izquierdo y moví mi cuerpo fuera del marco de la puerta. Todo estaba igual, nada se movió, ni siquiera la quietud, tal vez porque estaba acostumbrada.

Aquí estoy. Desde abajo la perspectiva cambia, pero los objetos no. El techo parece vidriado y las patas de la mesa ratona recortan el mundo visible. El Quinquela, el sofá color lágrima y los sobrinos playeros siguen inmóviles. Quiero volver al marco de la puerta, salir y respirar algo de aire. Apoyo la mano en en el cristal. Está frío, húmedo, no hay salida. Ya está.