jueves, 15 de mayo de 2014

El comienzo eterno. Historia apócrifa.



Cada vez que sus musas se ausentaban un rato, se asomaba a la ventana y fijaba la vista en aquella costa extraña que sólo se vestía de rutina para los vecinos que conocían sus secretos.

El paisaje mezclaba agua con piedras, renacimiento con construcciones moras, grandes salones y pequeñas historias que se entretejían de calle en calle, de puente en puente.

Sus costumbres anticuadas lo distinguían de sus pares, pero más que su sensibilidad extrema, se destacaba por un detalle que para muchos no era otra cosa que una simulación ideada para atraer a las muchas mujeres que lo adoraron.

Como buen sacerdote, le gustaba el vino, pero nunca negó los rumores sobre otras adicciones. Jamás probó el opio ni la heroína, que eran tan comunes en sus tiempos, pero no bastaba el talento, había que construir el mito.
 
Aquella tarde se asomó como tantas otras veces por entre las cortinas blancas y el paisaje no le dijo nada. O todo. Sus deseos y su pasión lo inspiraron, una visión fugaz del futuro le marcó los movimientos que sus manos habrían de seguir. Con la obra terminada, se sintió eufórico.

Volvió a mirar hacia la calle y no le importó que las hojas de los árboles siguieran cayendo ante la húmeda brisa. El sol del ocaso, rojo como su cabellera, aún iluminaba el otoño que Antonio Vivaldi había convertido en eterna primavera.