martes, 23 de diciembre de 2014

Poema a la luna

No soy poeta ni logro entender a los poetas, pero hace unos días, en una reunión, hablamos de la luna. De repente me salió un poema, cosa rara. Como siempre, gracias a Gisela Galimi y su taller literario. 


Si la luna hubiera estado
cuando me hacía falta,
habría iluminado
suavemente mi camino
no como el sol
que empujó con su luz blanca
y prepotente.
Si la luna hubiese estado
cuando me hacía falta
habría encontrado el refugio
que mi alma esperaba 

no la ceguera
y el reflejo de tu mirada.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Gracias totales

No fueron muchas las oportunidades que tuvo en su vida para hacer lo que quería. Cada vez que sentía que estaba encaminado hacia aquello que sostenía su más íntimo y certero deseo, algo inesperado ocurría y tenía que volver a empezar. Se sentía como Prometeo, pero no era hombre de esperar que alguien lo perdonara y lo salvara del tormento de repetir siempre la misma historia.

Aquella noche volvía a su casa después de una larga jornada tendiendo fibra óptica a lo largo de la avenida principal. Allí arriba, en la punta de la escalera, podía escuchar a los tarderos, como solían llamar en el pueblo a los chicos que iban a la escuela después del mediodía y por la mañana, en lugar de hacer sus deberes, jugaban a la pelota en la calle.

Cuando se fueron desperdigando al llamado de padres, madres, tutores o encargados, la quietud impuso su propio juego y sólo se escuchaba cada tanto el ruido de algún auto. Si estaba destartalado, era del pueblo, sino, era algún visitante de paso.

No tomó el colectivo porque, al fin y al cabo, 20 cuadras se hacen en pocos minutos y daba tiempo para pensar. En los lugares alejados y pacíficos es muy difícil que haya algo novedoso, ni siquiera allí donde un turista o un ave de paso pueden encontrar un mundo de detalles. Caminar es como entrar en un túnel en el cual todo son imágenes y sonidos rutinarios, que no interrumpen el pensamiento.

Cuando le faltaban cinco cuadras para llegar, otra vez tuvo la sensación de que estaba sobrando en la vida, que no sabía lo que quería aunque sí sabía lo que buscaba.

Apenas cerró la puerta miró el living con ojos de quien conoce el paisaje y espera todos los días encontrar algún detalle que le demuestre que allí la vida también continúa. No se trataba de cambiar una silla de lugar, de poner el mantel cruzado o dar vuelta al reloj para que quedara mirando contra la pared. Quería algo nuevo y la falta de cambio estaba adentro suyo.

Había sido carpintero, albañil, visitador médico, enfermero y hasta gerente de un supermercado. Nada le resultaba imposible, salvo entender qué quería en la vida. Y hubiera cambiado lo uno por lo otro con muchísimo gusto.

Dejó sus cosas y fue a la cocina, un refugio tan antiguo como toda la casa, un lugar cálido con olor, color y sonidos a cocina, a creación diaria y deseos que se podían convertir en placidez uterina.

Trataba infructuosamente de descifrar qué le decía su intuición, pero a pesar del fracaso, un remanente de ansiedad mezclada con esperanza lo impulsaban a un nuevo análisis de la situación.

En eso estaba cuando sonó el timbre. Porque aunque jamás recibía visitas, tenía un timbre que se accionaba desde la puerta. Se secó las manos como pudo y salió a recibir al sorpresivo visitante. En la entrada estaba el personaje más conocido del barrio, el Azteca, al que llamaban así porque le gustaba el Tequila. Otros lo llamaban “el cartero”, pero no eran muy originales que digamos.

Tomó la carta, que llevaba una sutil capa de tierra, algo que ocurría con las superficies de todos los objetos que había en la calle. No era falta de limpieza, era ausencia de asfalto. 

Casi la abre en la puerta pero no quiso parecer ansioso delante del cartero. Pasó por el living pero enfiló para la cocina. El papel estaba prolijamente doblado en cuatro partes y se notaba que venía con un encabezado impreso. No se sorprendió, aunque tuvo miedo hasta el momento de leer la última letra. Había sido aceptado en turno noche del conservatorio.


Dejó el papel sobre la mesa, caminó hacia su dormitorio y, allí estaba ella, la guitarra del sobrino de su prima. La conservaba como un tesoro y sospechaba que esta vez sí alcanzaría el objetivo. Sensible, el pibe había entendido lo que pasaba y simplemente se la había regalado. Al lado de la acústica, en un pequeño porta retratos de madera, la foto con el mensaje del “feliz cumpleaños” hacía de compañía como en un pequeño altar.

lunes, 25 de agosto de 2014

Misterio en el barrio El Silencio



La sala de espera estaba repleta y uno a uno repetían la pequeña procesión con una ofrenda que dejaban dentro del cuarto, donde contarían sus penurias,  recibirían una respuesta y, tal vez, una promesa.

Cuando ella salió no tenía esa mueca que inevitablemente nos queda en el rostro después de escuchar algo gracioso, pero tampoco se la vio secarse lágrima alguna. Los más inteligentes elaboraron cientos de hipótesis acerca de lo que había ocurrido allí adentro. Los más sensatos dedujeron que no había reído ni llorado.

La escena se repetía en una suerte de rutina que todos cumplían sin chistar. Entraban, al rato salían y tras llenar una ficha con sus datos la dejaban junto a un adelanto en efectivo sobre la pequeña mesa. Casi sin mirar a los que estaban en la sala se iban a contar la experiencia a sus amigos, familiares y a algunos curiosos que cada tanto pasaban por la puerta.

Después de la ceremonia de los relatos sobre sus expectativas y sus posibilidades reales, volvió a la casa y se sentó en su mejor sofá. Afuera en el barrio del Silencio el otoño no dejaba caer siquiera una hoja. No había viento, los niños jugaban sin hacer ruido y hasta los pájaros cantaban callados.

Aquella tarde de abril el timbre vibró suavemente. Las inspecciones municipales eran muy severas con quienes usaban mecanismos sonoros para llamar la atención. Pasaron diez minutos y varios intentos hasta que ella atendió.

A pesar de las investigaciones de la policía y de un detective que contrató una prima, pocos se animarían a arriesgar un relato sobre lo que ocurrió entre el momento en el que se abrió la puerta para que ellos entraran, y un rato después, cuando se los vio salir.

Cuando se fueron, ella volvió a sentarse en su sofá predilecto. Allí permaneció con una mirada contemplativa, casi sonriente. Una semana después su prima y el detective, genuinamente preocupados, abrieron con la llave de emergencia. Ella estaba sentada en su sofá, imperturbable.

Los médicos forenses dijeron que había sido un paro cardíaco y así se difundió oficialmente la noticia. Nadie sabe si fue algún vecino perspicaz el que dio origen a la leyenda o si uno de los  médicos no se atrevió a consignarlo en su informe, pero lo dejó trascender. Su corazón había fallado luego de notar que ya no estaba el sonido de la gota que le había hecho compañía durante toda su vida.

Quedó el misterio de la ambigua expresión de su rostro al salir de la consulta. No había sonreído ni llorado, tal vez como parte de una puesta en escena de quien había desencadenado un mecanismo de precisión para liberarse del estigma del suicidio.

jueves, 15 de mayo de 2014

El comienzo eterno. Historia apócrifa.



Cada vez que sus musas se ausentaban un rato, se asomaba a la ventana y fijaba la vista en aquella costa extraña que sólo se vestía de rutina para los vecinos que conocían sus secretos.

El paisaje mezclaba agua con piedras, renacimiento con construcciones moras, grandes salones y pequeñas historias que se entretejían de calle en calle, de puente en puente.

Sus costumbres anticuadas lo distinguían de sus pares, pero más que su sensibilidad extrema, se destacaba por un detalle que para muchos no era otra cosa que una simulación ideada para atraer a las muchas mujeres que lo adoraron.

Como buen sacerdote, le gustaba el vino, pero nunca negó los rumores sobre otras adicciones. Jamás probó el opio ni la heroína, que eran tan comunes en sus tiempos, pero no bastaba el talento, había que construir el mito.
 
Aquella tarde se asomó como tantas otras veces por entre las cortinas blancas y el paisaje no le dijo nada. O todo. Sus deseos y su pasión lo inspiraron, una visión fugaz del futuro le marcó los movimientos que sus manos habrían de seguir. Con la obra terminada, se sintió eufórico.

Volvió a mirar hacia la calle y no le importó que las hojas de los árboles siguieran cayendo ante la húmeda brisa. El sol del ocaso, rojo como su cabellera, aún iluminaba el otoño que Antonio Vivaldi había convertido en eterna primavera.

domingo, 30 de marzo de 2014

Observaciones desde el bondi




¿A quiénes jode la lluvia?
A los que caminan y no tienen dónde parar
A los vendedores ambulantes que no pueden deambular
A los viejos y sus huesos gastados
A los pibes que se mojan en su casa, la calle
A los que tienen que trabajar y no quieren salir
A los que están trabajando y quieren volver
A los que no tienen dónde volver
A los que quieren trabajar y la vida los mea
A los que salieron sin preguntar
A los que salieron sin respuestas
A los que toman un café en la calle
A los que les venden el café
A los canillitas que salen a repartir
A los que duermen en la puerta de un negocio
A los que los despiertan
A las mujeres que se ofrecen
A los hombres que se ofrecen
A los que los buscan
A los que salieron con los pibes pero sin paraguas
A los que escriben y la realidad les moja los papeles.