lunes, 3 de diciembre de 2012

La telaraña









Eran las 7.45 y tenía todo preparado para salir de casa, tomar el subte y viajar, apretado pero rápido, hacia pleno centro. En el trabajo ya saben que no siempre voy a llegar temprano, porque a veces hay paro, en otros casos demasiada gente y en más de una ocasión los desperfectos técnicos me dejan entre dos estaciones disfrutando del aire no acondicionado y mi inoportuna claustrofobia.

Cuando llegué a la estación Malabia-Pugliese eran las 8.00 y ahí me enteré de que la línea B tenía paro programado justamente desde esa hora y hasta las 10. Llegar al trabajo a las 10.30 hubiera sido demasiado. Los colectivos pasaban abarrotados y tomar un taxi hubiera sido peor, porque en la oficina no les hubiese agradado que llegara a las 11.30.

Visto y considerando que no había opciones, un rayo de luz iluminó mi mente y encontré una solución. Tomé un taxi hasta la estación Río de Janeiro del subte A, con la idea de ir desde allí hacia Lima, para luego hacer combinación con la línea C hacia Retiro y bajar en Corrientes y la 9 de julio.

Esperanzado, cuando arribé a la línea A eran alrededor de las 9, una hora bastante apropiada dadas las circunstancias. Pero apenas bajé me encontré con un cartelito que decía: “A partir de las 9 y hasta las 11 los trabajadores están de paro”. Luego de recordar a las familias de los muchachos, me tomé unos minutos para pensar en una solución. Seguro que la habría.

Otro rayo me iluminó. Tomé un taxi hasta la estación Jujuy del subte E, con la idea de tomarlo hasta la estación San Juan, luego el C hasta Corrientes y la 9 de julio, su ruta. Me aseguré de que no hubiera problemas en la C y emprendí viaje.

En la estación Jujuy me encontré con personas con cara de pocos amigos que salían por la escalera. Tanto malhumor me despertó cierta  curiosidad y pregunté a un señor de anteojos que venía murmurando insultos de diverso calibre. La respuesta a mi consulta fue contundente: “Son las 10 y el subte E entró en paro hasta las 12, mi cliente se va a ir”.

No soy alguien que vaya a asustarse por un contratiempo. De chico aprendí que uno debe conservar la serenidad y buscar una solución para cada problema. Con toda la paciencia del mundo, decidí encarar por el norte. Tomé un taxi hasta la estación Scalabrini Ortiz de la línea D, con la idea de ir desde allí hasta 9 de julio, estación que está justo debajo del cruce con Corrientes. Una joyita y sin combinación. Cuando llegué a la avenida Santa Fe y Scalabrini Ortiz me encontré con que el Subte D había entrado en paro a las 11 y seguiría hasta las 13.

Fue entonces cuando tomé conciencia de que que podría haber tomado un colectivo, o un taxi hasta el trabajo, o ir caminando. En todos los casos hubiese llegado a tiempo o, como mínimo, menos tarde que luego del periplo matutino. Pero había algo más que deseos de llegar al trabajo.

Tomé el 15 hasta Scalabrini Ortiz y Corrientes  y caminé una cuadra hasta la estación Malabia-Pugliese. Indignado, bajé por las escaleras mientras todos iban en sentido contrario. El olor a humedad mezclado con el aroma de los caños de aguas servidas que pasan cerca de la estación me impregnaban las ropas mientras me acercaba a los molinetes. Los empleados ni se dieron cuenta porque estaban preocupados por guiar a todos hacia afuera. Me filtré, entré al andén y fui hasta el extremo Este. Bajé por una pequeña escalera y comencé a caminar por las vías.

Si no hubiera sido porque todavía había luz, me hubiese dado cuenta de cuándo terminaba la estación porque desaparecía la basura de las vías. Todo parecía más limpio y cada vez más oscuro o menos iluminado.

Desde el túnel todavía no se veía la estación próxima, algo que me resultó extraño. Me di vuelta para verificar cuánto me había alejado de mi origen y de repente me encontré con más oscuridad. Nada por adelante, nada por atrás. Estaba en un túnel que parecía no tener principio ni fin. Mi temperamento me impidió retroceder. Si habían desaparecido las dos estaciones, era mejor buscar hacia adelante que volver a atrás.

Habían pasado dos horas y estaba cansado, aunque tenía más miedo que otra cosa. Mientras escuchaba cada tanto los pasos agitados de alguna rata que buscaba algo para comer, me preguntaba si tenía algo para matar el hambre y la sed. Pero en mi mochila no había otra cosa que chicle sin azúcar. Al menos no moriría por exceso de glucosa en sangre.

Mis cálculos me decían que ya tendría que haber llegado hasta la 9 de julio, pero no aparecían estaciones, ni otras luces que las escasas de seguridad que hay en los túneles. Busqué escaleras, salidas, algo que me indicara que no estaba perdido, pero lo único que apareció fue mi impotencia.

De a poco fui descubriendo lo incómodo que es caminar sobre las vías. Evidentemente la empresa había cortado la energía, pero cada paso sobre un durmiente implicaba el riesgo de un esguince. O tal vez los sufrí y el miedo no me permitía tomar conciencia. Por momentos pensé que era un viaje a otra dimensión, me acordé de muchas películas, pero no alcanzaba para distraerme mientras caminaba.

De repente, apareció una luz a la distancia. No quise correr porque temía esguinzarme justo ahora que encontraba una salida. Cuando recorría los últimos metros antes de llegar a la bendita estación decidí mascar un poco de chicle. Estaba delicioso o yo muy nervioso, o ambas cosas. Subí por la escalera y el mismo aroma a humedad y materia fecal comenzó a inundar el ambiente. Mascaba desesperadamente, pero mi corazón latía a un ritmo más acelerado que mi mandíbula inferior. Escuché el sonido de un pito. Un empleado me recriminaba porque había tirado los papeles del chicle sobre la vía. Retrocedí, los recogí y volví a subir la escalera.

No sólo el olfato sino la vista me revelaron que estaba nuevamente en la estación de la que había partido. Resignado, volví a casa, encendí la radio y escuché un flash del noticiero, con declaraciones de un delegado: “Hoy hacemos paros rotativos para no perjudicar a los pasajeros, pero si no nos hacen una oferta razonable, deberemos tomar medidas más drásticas”, dijo. 

Nota del autor: El cuento es un ejercicio para la reunión del viernes del taller literario de Gisela. Hoy agradezco la vuelta de tuerca de la UTA, que impuso un paro de 24 horas porque no querían hacer paro. La realidad siempre es más atrevida que la ficción.

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