domingo, 30 de septiembre de 2012

Un sujeto llamado Objeto



En el taller de Gisela la consigna fue "¿A qué lugar van a parar las cosas perdidas?"  Mi trabajo, como siempre, se suma a los cuentos y descuentos de Vida Debida.

El día que la profesora de canto me dijo que era conveniente hacer las anotaciones con un lápiz volví a mi casa y en el camino compré uno de esos tiralíneas mecánicos. Durante un par de meses se transformó en mi compañero de escalas y ensayos, hasta que un día se le terminaron las minas y, como ocurre a todo el que pasa por tal situación, se quedó vacío.

De allí en más tuve que pedir prestado el lápiz porque cada vez que me acordaba de comprar las minas de repuesto, algo que siempre hay que tener, ya era de noche o los negocios estaban cerrados.

Pero como las desgracias no son eternas, finalmente una tarde me acordé y pasé por la librería del barrio para comprar una cajita de minas HB. Contento volví a mi casa con la certeza de que el repuesto me duraría mucho. No me equivocaba, porque el lápiz mecánico no apareció. Lo busqué, di vuelta la casa dos veces, revisé hasta donde era imposible que estuviera, pero no apareció. En cambio, encontré otra cajita de minas.

Seguí buscando varios días hasta que me resigné. Con una reserva abundante de minas y ningún lápiz, decidí comprar uno nuevo. Volví a mi casa contento por haber cumplido exitosamente con la misión. Lo probé como si fuera un auto nuevo, borré algunas líneas que no eran garabatos sino formas de perfiles aerodinámicos o piezas mecánicas, esas cosas que solemos dibujar los técnicos. Estaba feliz.

Apenas una hora después tenía que ir a una entrevista y busqué la tarjeta para el subte. Entre mis documentos apareció, oh sorpresa, el lápiz sin minas, mirándome como si nada hubiera pasado. Intenté preguntarle qué había ocurrido, cómo había ido a parar allí, pero no me respondió.

Era un lápiz relativamente nuevo, de manera que lo tomé como una broma infantil, casi de adolescente. Pero me quedé pensando qué caminos había recorrido, dónde había estado, si había pensado en volver o si estaba allí nuevamente por pura casualidad.

Lo más importante, tal vez, era saber cómo se había escapado y hacia dónde había ido. Dicen que cuando se pierden, los objetos aparentemente inanimados se trasladan aprovechando fuerzas magnéticas que los hombres y sus instrumentos de medición jamás han logrado detectar.

Algunos teóricos postularon que se trata de duendes que provienen de la Patagonia, verdaderas organizaciones que viven en El Bolsón pero se trasladan en segundos hacia las diferentes ciudades del país. Su tarea es robar objetos que luego de un tiempo, cuando el dueño se resigna o lo reemplaza, devolverán para marcar su poder, como si fueran felinos orinando su territorio.

Sin embargo esta teoría se desmiente sola. ¿De dónde saldrían tantos duendes como para ocuparse de miles y miles de objetos que se pierden a diario? Evidentemente hay que buscar otra explicación, más racional.

Entre ellas, la que sostiene que los objetos tienen capacidades que nos ocultan a propósito, para usarlas cuando quieren pasear o cuando se enamoran y quieren estar a solas en algún lugar acogedor. Un estudioso de la Universidad de Tres de Febrero es uno de los principales defensores del postulado y afirma que los objetos tienen romances fugaces, de manera que hay que esperar que vuelvan y no hacerles preguntas indiscretas. Salvo que el amor troque en matrimonio, ante lo cual respetuosamente hay que dejarlos hacer su vida.

No es cuestión de desmentir a todos los que estudian los fenómenos de pérdida de objetos, pero suena extraño que un lápiz se vaya una semana a algún lugar perdido en los tiempos para estar con alguna pareja. Se hubiera quedado en casa y yo lo hubiese llenado de minas. El se lo perdió.

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