domingo, 6 de noviembre de 2011

El estruendo

Llegamos diez minutos antes de la cita. Entramos al lugar y nos sentamos frente a una de las mesas más pequeñas, sabiendo que luego la compartiríamos con quienes fueran viniendo. El espectáculo anterior era de un grupo de flamenco y todavía estaban retirándose entre risas y comentarios. “¿qué se van a servir?”, preguntó una moza. Pedimos dos cervezas y partió rumbo a la barra. Cinco minutos después reapareció y nos aclaró que los músicos balcánicos vendrían después, que tenían que afinar sus instrumentos y que deberíamos esperar afuera.

Nos fuimos a tomar un café en un extraño lugar llamado Pericles al lado de una mesa donde un abuelo cuyo aspecto hacía honor al mundo helénico escuchaba con auriculares la música que provenía de una notebook. En el equipo, del otro lado, mientras compartía unos canelones con su evidente abuelo, el chico estaba sumergido en los avatares de Facebook.

A las 23.45 decidimos que ya era hora. Dejamos al abuelo griego y a su nieto y volvimos al lugar, donde había una pequeña cola con gente que tenía aspecto de cualquier cosa menos balcánica, pero sí se percibían sus ganas de escuchar música. Hicimos la fila religiosamente y tras adquirir los tickets finalmente pudimos entrar. Fuimos a otra mesa, no la que habíamos elegido originalmente. Sólo una mujer, que apenas habría pasado los 40 la compartió con nosotros. Hicimos el pedido.

A los cinco minutos llega la moza que nos había atendido la primera vez  y tuvimos que explicarle que no era un deja vu, que habíamos vuelto y ya le habíamos pedido a su compañera de trabajo. Sea como sea, llegaron nuestras cervezas y el fernet de la vecina ocasional.

El lugar se fue llenando de voces y saludos. Había muchos que se conocían y otros que estaban ahí vaya uno a saber por qué. Por un músico amigo, como nosotros, por un pariente, porque sí. Atrás se ubicó Boris. En realidad no conocía su nombre y ni siquiera tenía aspecto de ruso, al menos del ruso eslavo que las series yankees estereotiparon, pero Boris le quedaba bien para la Rusia moderna. Tenía el pelo cortado parcialmente a lo mohicano, algo punk, con una camisa a cuadros que llevaba suelta, unos bigotes que sobresalían a toda su humanidad, pero lo que más llamaba la atención era su mirada, rara, casi extraviada. Lo miré discretamente y pensé: “Este tipo va a traer problemas”.

El primer roce fue cuando se puso a fumar en medio del espectáculo. Los Devoie Sestri , que presentaban su primer CD, tocaban una canción polaca y el hombre quiso matizar con un cigarro. Ella decidió marcarle los límites y Boris apagó el faso a regañadientes. Pareció dócil, pero nunca confío en los que dicen que sí inmediatamente.

Las estepas rusas, los dramas gitanos, la muerte de los soldados en las guerras mundiales desfilaban hechas música y la bailarina, flexible, bella, de un cabello largo y negro se contorsionaba frente a nosotros. La cantante alternaba el micrófono con la percusión y atrás Rodríguez tocaba el bajo, mientras Rodolfo, mi muy colombiano profe de música tocaba el saxo como los dioses haciendo contrapuntos con la acordeona, que una de las dos únicas rusas del conjunto tocaba en su regazo. Con los apellidos perdidos en matrimonios mixtos y en algún barco, el espíritu balcánico estaba y se hacía oír y bailar.


La alegría reinaba a pesar de la tristeza de algunas canciones y los pedidos de temas serbios, polacos, rusos, croatas o rumanos eran respondidos con más música. Los gritos de Boris se escuchaban por encima de los demás. Se estaba poniendo molesto. Hasta que una mujer joven y regordeta se bajó de su silla y se fue a la calle. La siguió su hombre, con cara de pocos amigos. Detrás, Boris salió acariciando el lado derecho de su cintura. Pero el celular estaba exactamente a 180 grados. Dos minutos después, desde la calle llegó un pequeño estruendo. La vecina de mesa miró sorprendida. Corrí ligeramente la cortina pero era imposible ver hacia afuera. Adentro, los metales jugaban con la acordeona y la batería irrumpía en el ambiente. Nadie se enteró de nada, salvo los que estábamos cerca de la puerta.